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Pelo malo: para estar guapa hay que sufrir. Parte I

Sentir que mi cabello forma parte de mi identidad y está bien, es bonito y me gusta; me ha costado mucho tiempo. Incluso podría decir que aún estoy en el proceso. 

 

Crecí en un entorno donde, en la mayoría de las ocasiones, era la única persona negra.  Y además, los referentes en casa tenían claro que llevar su afro no era una opción. 

 

En el año 2000, en una España donde el racismo formaba parte del día a día mi madre se preocupaba de que no fuera objeto de burla. Siempre insistía en que fuera impecable al colegio, lo que incluía tener el pelo lo más liso posible, unas buenas extensiones o trenzas. Mis padres una vez me dijeron que por ser negra, me mirarán el doble; así que debo brillar el doble, además de ser fuerte.

 

Con todo, no me libré de comentarios y situaciones racistas que, con la corta edad que tenía y la inocencia, no entendía. Para mí, simplemente era negra, como quien tiene los ojos verdes o azules, y para mis amigos también, hasta que un día cambió, y me acuerdo como si fuera ayer.

También puedes escuchar este artículo en el podcast de Textura Afro

Bueno, realmente, este tema merece otro artículo de opinión. Pero, en esta ocasión, me quiero centrar en cómo mi cabello ha sido una parte fundamental en la construcción de mi identidad, autoestima y en cómo los demás me ven.

 

Me parece importante contar esto por dos razones. Primero, para todas aquellas niñas que estén pasando por esta situación y para esas mujeres que lo hayan pasado, sientan que no están solas. Y segundo, para que las personas que no son racializadas puedan entender por qué es tan importante, y entre otras cosas, eviten hacer preguntas en las que nosotras, las personas racializadas y con pelo afro, nos sentimos violentadas.

 

Se puede decir que la relación con mi pelo afro empieza en la otra parte del mundo, cuando mi madre era pequeña y estaba en Colombia, un país muy diverso. 

La comunidad afrodescendiente representa un 8,6 por ciento de la población colombiana según el Departamento Administrativo Nacional de Estadística Colombiano. Sin embargo, existe una gran brecha y el racismo sigue presente.

En el caso de Cali, mi ciudad, más de la mitad de la población afrocolombiana se ubica en los sectores más marginales.

En adición a la situación racista del país, en Colombia, el cabello está profundamente asociado con la expresión de la feminidad. Un pelo liso y largo hasta las nalgas siempre hará que una mujer se sienta bella, segura de sí misma y sea reconocida como tal. En cambio, al pelo afro le dicen "pelo malo, pelo apretado, pelo duro".

 

El resultado de todo esto hace que la mujer afrocolombiana se preocupe en acercarse a ese estándar de belleza para sentirse bella y segura de sí misma. Y es que no hablamos solo a nivel estético o de autoestima,  sino también laboralmente. Una mujer negra con el pelo liso tiene más probabilidades de encontrar trabajo que una mujer negra con su pelo afro, en Colombia y en cualquier parte del mundo. En la entrevista que le hicimos a Estela Tuku desde Textura Afro, profundizamos sobre el tema. Te invito a leerla si aún no lo has hecho.

Estela Tuku: "Pelo es pelo y en mi caso crece afro"

Todo esto lo menciono para que comprendáis por qué mis padres creían que alisar mi cabello era la mejor manera de protegerme y hacerme sentir bien. Menos lo dudaban considerando que estábamos en España, donde sería prácticamente la única persona de piel negra en mi clase, en el parque y en la escuela. 

niña con extensiones

No recuerdo la primera vez que me alisaron, pero hay fotos en las que creo no tener más de seis años con el pelo alisado y extensiones. Aquí tenéis una.

Pero lo cierto es que sí recuerdo el dolor que causaba alisarme. Yo me quejaba, y mi abuela paterna, que era peluquera en Colombia especializada en alisar y fabricar alisadora casera, me decía que el dolor y las quemaduras eran totalmente normales y que “quien quiere marrones, aguanta tirones”.

Vamos, que para estar guapa había que sufrir. Recuerdo decirle: “Abuela, pica mucho, arde mucho”. A lo que ella respondía: “cuanto más aguantes, más liso quedará”. 

 

Cada vez era más difícil para mi madre hacer que el momento de la alisadora fuera bueno. Yo no quería vivir ese dolor, se inventaba que cuando me lavaba el pelo tras la alisadora salían mariposas de mi cabeza. Y sí, yo le creía, imaginaros lo pequeña que era. Además veía esas cajas donde venía la alisadora y veía a esas niñas con ese pelo brillante, liso, con movimiento... y yo anhelaba que el mío quedara así.

Quiero recalcar que a día de hoy, entiendo y no juzgo a mi madre. Ella quería protegerme con las herramientas que le habían enseñado, pero, spoiler, mi madre a día de hoy, no quiere saber nada de alisadoras.

 

Después llegó el momento de las trenzas, me acuerdo de África, esa chica amorosa y llena de paciencia que se quedaba todo el fin de semana en casa para hacerme las trenzas. A mí me dolía porque apretaba mucho, me aburría, me cansaba, era muy pequeña y ella en los ratos que la dejaba me trenzaba y cuando me dormía es cuando más avanzaba. Claro, mi madre también aprovechaba y se peinaba, esto solía pasar cada mes y medio, y cada vez que venía, mis padres desembolsaban un total de aproximadamente 400€ entre pelo, tratamientos, el tiempo y trabajo de África. En fin, una locura.

Aquí me gustaría citar a un estudio estadounidense. Los especialistas en cabello de All Things Hair realizaron una encuesta dirigida a mujeres estadounidenses de diversas etnias, todas mayores de 16 años, con el objetivo de investigar las disparidades en el cuidado del cabello. Se encontró que las mujeres afroamericanas invierten cuatro veces más en el cuidado capilar que las mujeres caucásicas.

Un 21 % de las mujeres afroamericanas destinan más del 25 % de su presupuesto mensual al cuidado del cabello, en comparación con solo el 5 % de las mujeres caucásicas.

Ya después en la preadolescencia recuerdo ir a la peluquería cada 15 días para cepillarme el pelo y, una vez al mes, alisarme. El resultado siempre era el mismo. Llagas, quemaduras que se “solucionaban” echando agua con vinagre. Qué dolor, qué ardor, pero era lo normal. 

 

Yo siempre tenía la esperanza de que el dolor valiera la pena y que mi cabello alisado tuviera tanto movimiento que cuando corriera en educación física se moviera. Obviamente, eso nunca pasó a no ser que me pusiera extensiones. El resultado de todo eso era un cuero cabelludo lleno de llagas, costras y un pelo tieso que requería de demasiados cuidados.

Nunca contemplé la posibilidad de llevar mi cabello sin alisar. No veía a nadie llevarlo afro, ni a mi madre, ni a sus amigas, ni en la tele, ni en las películas, ni en los videoclips. Es que ni siquiera sabía que mi cabello era afro.

 

A los 12 años me fui a vivir a Colombia y allí abrí los ojos en muchos sentidos, sentí ese sentido de pertenencia del que hablan muchos porque veía a personas semejantes a mí y el entorno también me aceptaba como perteneciente de allí. Pero no fue hasta que viví el Petronio Alvarez que conecté con mi afrodescendencia y descubrí que podría llevar en el futuro mi cabello afro, pero para eso aun me llevaría un tiempo. 

 

Ahí, en Colombia a pesar de que habían pasado 15 años desde que mi madre dejó el país, en el sentido de las personas afrocolombianas todo seguía igual. Todas las mujeres que conocía tenían el pelo alisado y con extensiones. Yo también empecé a explorar más, me hacía muchas más trenzas y me ponía extensiones largas. Un día me rapé los laterales pero en la parte de arriba seguía llevando extensiones porque quería parecerme a una de las pocas referentes negras que tenía, Rihanna.

 

El proceso que viví en mi adolescencia y adultez, lo dejaré para un próximo artículo para que este no sea tan largo y denso. Pero creo que con esto, ya se dicen muchas cosas.

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